Cuenta la leyenda que los dioses, deseando ser
venerados, dieron vida al hombre. Tres fueron los tipos de hombres que crearon
los dioses: los primeros eran de barro, que aunque hablaban, no eran capaces de
venerar con sus actos sus grandes obras, eran seres frágiles que se quemaban
con el fuego, se deshacían con la lluvia y se endurecían con el sol. Entonces,
crearon a los hombres de madera que, duros en su corazón y alma, no eran
capaces de ver más allá de sí mismos y sólo destruían y arrasaban con lo que
encontraban a su paso; su alma dura les impedía venerarlos, por lo que los
dioses, enojados, decidieron convertirlos en monos después de mandarles un
diluvio. El tercer intento fue al fin exitoso y fueron los animales —las ratas—
quienes dieron a los dioses el material adecuado para hacerlo: el maíz. Al ser
creados hombre y mujer, fueron capaces de hablar, amar, conocer, sentir y
poseer un alma con sustancia. ¡Al fin lo habían logrado! Los hombres hacían
alabanzas en su honor, agradeciendo su existencia y la del mundo que habían
creado. Pero entonces todo se complicó para los dioses: los hombres no sólo
eran capaces de amar, sentir y conocer, podían verlo todo; igual que ellos,
sabían y veían todo. Así, los dioses tuvieron miedo de ser opacados y
decidieron no dejar que los hombres se les igualaran: acortaron la visión humana,
crearon un espejismo: el horizonte, para hacerles creer que no eran capaces de
alcanzar la vastedad, más allá de dónde sus ojos de hombre les permitían ver.
Los hombres nunca más pudieron ver la cara de los dioses ni la luz de la
sabiduría en todo su esplendor, aunque siempre serían capaces de recordarlo en
sus corazones y eso los impulsaría a seguir buscándola.
Fuente:
Popol Vuh,
Las antiguas historias del Quiché. Adrián Recinos, trad. México: Fondo de Cultura
Económica. 1960.