martes, 30 de abril de 2013

El maíz de nuestra carne



Imagen: OlgaLis
Cuenta la leyenda que los dioses, deseando ser venerados, dieron vida al hombre. Tres fueron los tipos de hombres que crearon los dioses: los primeros eran de barro, que aunque hablaban, no eran capaces de venerar con sus actos sus grandes obras, eran seres frágiles que se quemaban con el fuego, se deshacían con la lluvia y se endurecían con el sol. Entonces, crearon a los hombres de madera que, duros en su corazón y alma, no eran capaces de ver más allá de sí mismos y sólo destruían y arrasaban con lo que encontraban a su paso; su alma dura les impedía venerarlos, por lo que los dioses, enojados, decidieron convertirlos en monos después de mandarles un diluvio. El tercer intento fue al fin exitoso y fueron los animales —las ratas— quienes dieron a los dioses el material adecuado para hacerlo: el maíz. Al ser creados hombre y mujer, fueron capaces de hablar, amar, conocer, sentir y poseer un alma con sustancia. ¡Al fin lo habían logrado! Los hombres hacían alabanzas en su honor, agradeciendo su existencia y la del mundo que habían creado. Pero entonces todo se complicó para los dioses: los hombres no sólo eran capaces de amar, sentir y conocer, podían verlo todo; igual que ellos, sabían y veían todo. Así, los dioses tuvieron miedo de ser opacados y decidieron no dejar que los hombres se les igualaran: acortaron la visión humana, crearon un espejismo: el horizonte, para hacerles creer que no eran capaces de alcanzar la vastedad, más allá de dónde sus ojos de hombre les permitían ver. Los hombres nunca más pudieron ver la cara de los dioses ni la luz de la sabiduría en todo su esplendor, aunque siempre serían capaces de recordarlo en sus corazones y eso los impulsaría a seguir buscándola.

Fuente:
Popol Vuh, Las antiguas historias del Quiché. Adrián Recinos, trad. México: Fondo de Cultura Económica. 1960. 

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